En Albany, la colonia holandesa, vivía el panadero Van Amsterdam, célebre por su honestidad ya que siempre daba a sus clientes lo que correspondía al importe que pagaban. Su tienda permanecía ocupada a todas horas, en especial a inicios de diciembre: el día 6 se festeja a San Nicolás y se acostumbran las galletas de jengibre, con la forma del santo, decoradas con azúcar blanca y roja.
Una tarde entró a al negocio un anciana, envuelta en un chal negro.
—Una docena de galletas, por favor —pidió.
Van Amsterdam puso doce en una bolsa.
Una tarde entró a al negocio un anciana, envuelta en un chal negro.
—Una docena de galletas, por favor —pidió.
Van Amsterdam puso doce en una bolsa.
—No, son trece.
—No señora. Cada cliente obtiene las que paga. Ni más ni menos.
—Pues entonces no las compro. Buenas tardes. Aprenda a contar... —dijo la anciana al salir.
Desde ese día, el negocio empezó a ir mal. Los pasteles no se cocían, la tarta de manzana quedaba ácida, las galletas se quemaban. Los clientes preferían otras tiendas.
—No señora. Cada cliente obtiene las que paga. Ni más ni menos.
—Pues entonces no las compro. Buenas tardes. Aprenda a contar... —dijo la anciana al salir.
Desde ese día, el negocio empezó a ir mal. Los pasteles no se cocían, la tarta de manzana quedaba ácida, las galletas se quemaban. Los clientes preferían otras tiendas.
Transcurrió un año. La panadería estaba vacía. Para el día de San Nicolás Van Amsterdam preparó las galletas de siempre. No vendió una sola y, muy triste, se fue a dormir.
Soñó con San Nicolás. En el sueño, el panadero era de nuevo pequeño, y estaba rodeado de otros chicos como él. San Nicolás sacaba un regalo y otro de su saco. ¡Nunca se terminaban y siempre había más! Cuando él se acercó el enorme hombre vestido de rojo, recibió una bolsa de las propias galletas que él preparaba. Al levantar la cabeza para darle las gracias vio que ya no se trataba del santo, sino de la anciana del chal negro.
Soñó con San Nicolás. En el sueño, el panadero era de nuevo pequeño, y estaba rodeado de otros chicos como él. San Nicolás sacaba un regalo y otro de su saco. ¡Nunca se terminaban y siempre había más! Cuando él se acercó el enorme hombre vestido de rojo, recibió una bolsa de las propias galletas que él preparaba. Al levantar la cabeza para darle las gracias vio que ya no se trataba del santo, sino de la anciana del chal negro.
El panadero despertó y pensó. “Ya entiendo. Siempre doy a mis clientes las galletas que pagan. Ni una más. ¿Por qué no hacerlo?”
Al día siguiente horneó de nuevo. Las galletas quedaron riquísimas. Acababa de ponerlas en la vitrina cuando vio entrar a la mujer del chal negro.
—Por favor, una docena —pidió.
El panadero contó doce galletas y una más.
—Desde hoy las docenas incluyen trece.
—Veo que ya aprendió a contar —comentó la mujer antes de salir.
Por un momento los ojos de Van Amsterdam parecieron jugarle un truco: en vez del chal negro vio el traje rojo de San Nicolás.
El rumor de lo ocurrido se extendió y pronto el negocio estuvo lleno. Los otros panaderos siguieron el ejemplo. Hasta hoy, en la fiesta de San Nicolás es tradición dar trece piezas cuando las personas piden una docena.
Al día siguiente horneó de nuevo. Las galletas quedaron riquísimas. Acababa de ponerlas en la vitrina cuando vio entrar a la mujer del chal negro.
—Por favor, una docena —pidió.
El panadero contó doce galletas y una más.
—Desde hoy las docenas incluyen trece.
—Veo que ya aprendió a contar —comentó la mujer antes de salir.
Por un momento los ojos de Van Amsterdam parecieron jugarle un truco: en vez del chal negro vio el traje rojo de San Nicolás.
El rumor de lo ocurrido se extendió y pronto el negocio estuvo lleno. Los otros panaderos siguieron el ejemplo. Hasta hoy, en la fiesta de San Nicolás es tradición dar trece piezas cuando las personas piden una docena.
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