Por Gabriel González del Estal
1.- Convertirse es cambiar la mente y el corazón y, consecuentemente, la conducta. Es pensar distinto de cómo pensábamos, amar distintamente de cómo amábamos y comportarnos de una manera distinta de cómo nos comportábamos. Pero esto no se consigue en un momento y ya está. En un momento podemos tomar la decisión de convertirnos racional y afectivamente, y de comenzar a vivir de manera consecuente con nuestro propósito de conversión. Esto no es más que el inicio de la conversión, el punto de arranque; a partir de este momento comienza el camino de la conversión. Un camino que puede y debe durar durante toda la vida. Una conversión que no se prolongara más allá del momento de arranque y que no durara toda la vida no sería propiamente una conversión cristianamente ejemplar y paradigmática. Decimos que San Pablo y San Agustín y San Francisco y muchos más se convirtieron porque su propósito de conversión duró toda su vida. Aquí estamos sólo hablando de conversiones al Dios de Jesucristo, de conversiones cristianas. En este sentido se puede afirmar que conversiones iniciadas y no continuadas las ha habido con mucha frecuencia en la vida de muchas personas. Se necesita mucha gracia de Dios para iniciar la conversión, pero no se necesita menos gracia de Dios para recorrer el camino de conversión hasta el final. Es muy probable que la mayor parte de las personas que abren esta página de Betania sean personas que ya han tomado hace mucho tiempo el propósito de convertirse. En este segundo domingo de adviento es bueno que todos renovemos nuestro propósito de conversión. Y le pedimos a Dios que no nos abandone su gracia para que recorramos nuestro camino de conversión hasta el final de nuestra vida. Porque nunca hemos terminado de convertirnos, mientras vivimos.
2.- Sobre él se posará el espíritu del Señor. Jesús de Nazaret es el modelo único al que queremos seguir e imitar todos los cristianos. El profeta Isaías, varios siglos antes de Cristo, nos dice cómo actuará ese vástago del tronco de Jesé sobre el que se posará el espíritu del Señor. Los cristianos siempre hemos querido ver retratado en ese descendiente del tronco de David sobre el que se ha posado el espíritu del Señor a Cristo Jesús. Para nosotros, convertirse es acercarse cada vez más a este modelo. Convertirse es, por tanto, dejarse guiar por el “espíritu de prudencia y sabiduría, de consejo y valentía, de ciencia y temor del Señor”. El profeta Isaías nos propone una utopía maravillosa, según la cual los que se dejen guiar por el espíritu del Señor convivirán en una armonía de justicia y paz paradisíaca. Convivirán en armonía de justicia y paz: judíos y gentiles, ricos y pobres, sanos y enfermos, poderosos y débiles. Será un anticipo del verdadero y definitivo Reino de Dios. Hacia este reino de justicia y paz debemos caminar también hoy los cristianos, dejándonos poseer por el espíritu del Señor. Eso es vivir en espíritu de conversión, eso es vivir en espíritu de adviento.
3.- Dad el fruto que pide la conversión. Para poder entrar con buen pie en el reino de Dios que está cerca, el último y más grande de los profetas antes de Cristo, Juan el Bautista, predica la necesidad de la conversión. Se lo dice a la gente pobre y sencilla, y se lo dice, con más fuerza aún, a la gente rica y encumbrada de su tiempo. Nos lo dice también a cada uno de nosotros: si de verdad queremos convertirnos debemos preparar el camino del Señor, derribar los montes de soberbia y limpiar los senderos de mezquindades y bajas pasiones que no dejan al Señor entrar en nuestro propio corazón y en nuestra vida. Abramos al Señor de par en par las puertas del alma, convirtámonos al Señor. Este es el camino de adviento que debemos iniciar y recorrer en estas cuatro semanas que nos llevarán hasta la Navidad, un camino de purificación y esperanza, de justicia, de paz y de amor.
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