martes, 17 de mayo de 2011

LA ALEGRÍA DE LA PASCUA

Después de narrar con detalle los sucesos de la Pasión y Muerte de Jesucristo, los evangelios nos transmiten la gran ALEGRIA PASCUAL de la Resurrección.

Esta alegría no sólo alcanza al hecho de que el Señor haya vuelto a la vida. La Resurrección de Jesús es un suceso ligado a los anteriores. Juntos constituyen lo que se llama el MISTERIO PASCUAL.

Así como la Pascua judía o «paso del Señor» rememoraba el momento en que los israelitas fueron liberados tanto de la esclavitud de los egipcios como de la muerte de los primogénitos, que Dios envió como castigo al Faraón y su pueblo, la nueva Pascua, la Pascua cristiana, es, ante todo, la liberación del hombre de la esclavitud del pecado.

Esta liberación la ha realizado Jesucristo por medio de su Pasión y Muerte en la Cruz y por su Resurrección de entre los muertos. Con ésta, se ha demostrado su poder divino no sólo sobre la muerte, sino también sobre las fuerzas del mal.


Por ello, los relatos de los días siguientes a la Resurrección rebosan alegría:

«El ángel habló a las mujeres: Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús crucificado. No está aquí: Ha resucitado, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis ( ...) Filas se marcharon ( ... ) y llenas de alegría, corrieron a comunicarlo a sus discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: Alegraos» (Mt. 28, 5-9)
Cuando Jesús se aparece a sus discípulos después de su Resurrección, siempre les saluda con las palabras: «Paz a vosotros» La fe y la alegría pascual deben llevar a la paz: « Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.» (Jn. 20, 19-21).

Pero no se debe entender que la alegría pascual fue un estado de ánimo propio de un tiempo cercano a la Resurrección, sino que todo el Nuevo Testamento está como atravesado por esta actitud. Los cristianos tienen motivos para la alegría, que no son pasajeros, que no se basan en cosas de este mundo, sino en la participación ya aquí, en la tierra, de la vida nueva de Cristo.

San Pablo nos dejará muy diversos testimonios de esta dimensión característica del cristiano. Quizá entre todos ellos destaque el del capítulo tercero de la carta a los Filipenses: «hermanos míos, manteneos alegres en el Señor (... ) juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mí Señor, (... ) y conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (1-11).

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