martes, 6 de noviembre de 2012

El frasco de la melancolía



Desde la muerte de su esposa, el rey de Zafiria era presa de tal melancolía que había dejado de gobernar. Solo y sin hijos que heredaran su reino, debía elegir a un sucesor entre sus súbditos.
Pero el rey melancólico no se ocupaba ni de éste ni de ningún otro asunto de palacio. Encerrado en sus aposentos reales, pasaba todo el día tendido en la cama, sin fuerzas para hacer nada.
Sus criados ya lo habían probado todo para sacarle de aquel estado. Habían llevado al palacio a los mejores bufones del reino, pero en lugar de reír el rey había llorado de pena y los artistas se habían marchado muy afligidos. Habían iniciado la construcción de un nuevo castillo, mucho más grande y moderno, pero tras el entusiasmo inicial se cansó de él antes de que estuviera terminado. Incluso le habían presentado mujeres de belleza extraordinaria para que volviera a casarse, pero las había rechazado.
El frasco de la melancolíaEl tiempo pasaba y los consejeros del rey temían que éste acabara muriendo de pena sin sucesor, lo que sumiría al país en el caos. Entonces, llegó la noticia de que en el bosque más alejado del reino vivía un sabio que tenía remedio para todo. Al enterarse, los consejeros del rey decidieron mandar a buscarlo para que curara al rey melancólico.
Una expedición partió de inmediato hacia el Bosque del Sabio, como era conocido por ser la morada de aquel hombre de inteligencia excepcional. Tras cinco días de viaje, llegaron a una selva formada por árboles tan altos y espesos que apenas dejaban pasar la luz del sol. Se extrañaron que el sabio hubiera elegido un lugar tan salvaje y hostil para vivir, pero aun así se internaron en el bosque para buscarle.
La expedición recorrió aquel lugar dando voces para encontrar al Sabio del Bosque, pero sólo respondían los pájaros que cantaban desde las altas copas de los árboles. Cuando ya estaban a punto de darse por vencidos, encontraron a un anciano vagabundo sentado sobre una roca junto a un riachuelo. Iba vestido con un saco gastado, del que salían sus delgadas piernas y brazos. El jefe de la expedición le preguntó con autoridad:
—Viejo andrajoso, ¿sabes dónde podemos encontrar al Sabio del Bosque?
—Joven atolondrado, lo tienes ante de tus ojos.
El enviado del reino desenvainó la espada, dispuesto a dar un buen susto a aquel anciano desvergonzado, pero sus compañeros le convencieron de que le siguieran la corriente al Sabio del Bosque hasta saber cuál era su remedio. Por consiguiente, se sentaron alrededor del vagabundo y le ofrecieron comida y bebida mientras le explicaban la extraña melancolía que se había apoderado de su rey. El Sabio del Bosque dijo:
—Este problema es muy fácil de solucionar. Traedme al rey aquí, que le voy a quitar la melancolía.
—Eso es imposible —dijo esperanzado el jefe de la expedición
—Nuestro señor está tan triste que ni siquiera se levanta de la cama. El anciano nunca había abandonado el bosque, pero lograron convencerlo para que les acompañara hasta el palacio. Antes de emprender el largo viaje, el Sabio del Bosque llenó un frasco de cristal con agua del riachuelo.
—Es para medir la melancolía —aclaró.
Luego se pusieron en camino. Una vez en el palacio, los criados lavaron al Sabio del Bosque e intentaron cambiarle la ropa para llevarlo ante el rey melancólico. Sin embargo, el anciano exigió que le devolvieran su viejo saco para poder obrar el milagro.
Por tanto, lavaron también esta prenda, y cuando estuvo seca, el Sabio del Bosque se presentó con esta facha ante el rey.
—Dejadnos solos —exigió a los súbditos. Cuando se cerraron las puertas, el rey preguntó desde la cama al anciano quién era y por qué le habían traído ante su real presencia.
—No hagas tantas preguntas y sal de tu lecho, que tienes mucho que hacer.
El rey estaba tan asombrado de que un viejo vagabundo le hablara de ese modo que no pudo contener un ataque de risa. Al otro lado de la puerta, los criados no daban crédito a lo que oían. Era la primera vez que oían reír al rey desde la muerte de su esposa. En los aposentos reales, el Sabio del Bosque seguía dando órdenes al rey:
—Vamos, tráeme algo de comer. Estoy muerto de hambre.
Era tal la desfachatez de aquel anciano, que el rey no se atrevió a contradecirle: pensaba que estaba loco. Se levantó de la cama y gritó desde la puerta que trajeran almuerzo para el invitado. Los criados regresaron con pan, queso, viandas, frutas y vino para el anciano.
Después cerraron las puertas. Mientras el Sabio del Bosque tomaba asiento en la enorme mesa en la que se habían dispuesto los alimentos, el rey le preguntó:
—Antes de sentarte a mi mesa, comerte mi comida y beberte mi vino, dime quién eres y por qué me hablas de ese modo. También quiero saber qué llevas en este frasco que has dejado sobre la mesa.
—Siéntate a almorzar conmigo. No me gusta comer solo. Luego te lo contaré. Admirado por la autoridad del anciano, el rey hizo lo que le pedía y comió con él.
Entre bocado y bocado, el Sabio del Bosque contaba aventuras, que hicieron las delicias de su anfitrión. Terminado un primer plato, el anciano cogió el frasco lleno de agua y dijo:
—Aquí dentro llevo tu melancolía. Fíjate ahora lo que hago. Dicho esto, destapó el frasco y vertió en el suelo la mitad del líquido. Luego declaró:
—La tristeza compartida pesa la mitad. Ahora ordena a dos criados que vengan a comer con nosotros. Pero quiero que les sirvas tú. Asombrado ante esta idea, el rey abrió la puerta de sus aposentos y ordenó a dos vigilantes que se unieran a su mesa. El rey y el anciano tomaron con gran apetito un segundo plato, mientras los recién llegados devoraban lo que les había servido su propio monarca.
Pronto los cuatro empezaron a reír y a cantar, lo cual sorprendió a los criados que se agolpaban detrás de la puerta para ver lo que pasaba. Entonces, el Sabio del Bosque destapó nuevamente el frasco de la melancolía y lo vació nuevamente hasta que sólo quedó un cuarto.
—Porque has compartido tu mesa con nosotros —dijo—, ahora llevamos tu pena entre cuatro y es mucho más ligera. Abre las puertas del castillo y convida a tantos comensales como quepan alrededor de esta mesa. Dicho y hecho: el rey ordenó abrir las puertas del castillo y, de excelente humor, ordenó que vaciaran las despensas para servir un inmenso banquete.
Pronto la sala se llenó de cientos de criados, artesanos, abuelas, labradores, niños, y se organizó una enorme fiesta que fue recordada durante muchos años. Cuando, al caer la tarde, todos los invitados se despidieron calurosamente del rey, no quedaba una sola gota de melancolía en el frasco. Antes de volver a las entrañas de su bosque, el sabio dijo:
—Ahora ya conoces el secreto de la felicidad: así como la pena se divide al compartirla, la alegría se multiplica cuanto más se reparte.

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